Escrito por Claudette Sutherland

Traducido por Jesús Castaños Chima y Abel Alvarado

“Dije que lo voy hacer otra vez este año, te guste o no, Paul Sutherland. Son tus amigos también.”

“Bueno pues, estaré allí, pero no tiene que ser algo elegante. Son gente de perros. Están contentos de no tener que estar en la pista. De pilón, prefieren estar en El Flagler St. Bar, donde nadie está bien vestido.” Esta era la plática de mamá y papá durante el desayuno después de cada Navidad. 

Unos días después, en preparación de la noche de Año Nuevo, mi mamá enrollaba su pelo largo haciéndose un chongo arriba de su cabeza y diciendo “Si gustas ayudar, limpia las patas de la mesa con este trapo.” Me daba el trapo que olía a limones. Me sentaba en la alfombra trenzada bajo la mesa de roble, todavía con todas las hojas que quedaron sobre ella desde la cena de Navidad. Me enredaba el trapo en mi dedo y lo pasaba a través de las hendiduras en capas de las enormes patas de la mesa, tirando con mis dedos resbalosos llenos por el aceite. Al terminar, me acostaba bajo la mesa, viendo hacia arriba y pensaba cómo encajaba todo: el hardware de cobre, el molde decorado con encaje y la madera tosca y sin refinamiento, pero con la parte de arriba brillante y lisa. ¿Cómo podía ser que una cosa fuera de una manera por debajo y de otra por arriba? Desde la cocina se escuchaba la licuadora Mixmaster. 

Papá desapareció dentro del cuarto familiar para ajustar la antena de conejo y subir el volumen de la televisión. Se podían escuchar las porras del partido de fútbol americano. En un rato estaría durmiendo con su cabeza agachada y su boca abierta, despertando de vez en cuando diciendo “¡Santo Dios!” o “¡Si señor! ¡Si señor!”.

“Apúrate mujercita, necesito que limpies los cubiertos de plata”, me dijo mamá desde la cocina. Sumergí una esponjita en el líquido para pulir cubiertos y los limpié hasta que mi cara se reflejó en el fondo de las cucharitas. 

Se escuchaban los tacones de mamá en el piso de mosaico y luego en el de madera mientras correteaba de ida y vuelta entre la cocina, el comedor y el pasillo. Afuera era una tarde tranquila de la Florida, sin tráfico por la calle de dos sentidos hecha de piedra de coral al lado del manso canal cruzando los acres de pastos marinos que se mecían sin cesar, y estirándose hasta la base aérea Opa-Locke. Mientras aquí, dentro de casa, olía a jamón rostizado, a canela, a pan recién hecho y a Pine Sol. En la cocina la silueta de mamá brillaba como un espejismo de una carretera ardiente. 

Primero que nada, había tendido mi cama, luego caminé por atrás de casa para llenar la tina de baño de listones con agua para tomar. Le saqué las filosas espigas de su abrigo. Saqué toda la basura y limpié todos los cestos sin que me lo dijeran. 

Al fin, mamá me dijo, “¿Has ensayado hoy?” ¡Rayos! Pero apreté los labios y toqué  “The Spinning Song” completa dos veces, lo más fuerte que pude porque era su favorita. 

Me pasó los mantelitos del armario y los acomodé alrededor de la mesa. Enrollé las servilletas y las metí dentro de los aros de madera con forma de ardilla. Papá despertó y al pasar por el tazón de cristal sobre la mesita de café, tomó un puñado de avellanas.

“Paul, ya deja eso y prende los aspersores y asegúrate de que las lucecitas de afuera estén encendidas.” Y mientras papá desaparecía al fondo del pasillo, mamá continuó diciéndole: 

“Limpia la entrada de los carros con la manguera y tráete leña para la chimenea.”

“Si, bueno, está bien, ya voy. Pero creo que hace mucho calor para hacer fuego, digo yo.” dijo cerrando la puerta detrás de él. 

“Bueno,” dijo mamá mientras enrollaba galletitas saladas en tocino y las ponía en la cazuela. “Y yo digo que quiero fuego para el Año Nuevo.” 

Esta era mi oportunidad. Era ahora o nunca. “Me puedo quedar despierta este año, mamá? Solo por esta vez.”

Mama se limpió la frente con su mano, prendió un cigarrillo Pall Mall, echó el humo directamente hacia arriba, y dijo: “¿Pues que te digoh? ¿Me vas a estar molestando fregando hasta que te diga que sí, verdad?” La abracé por la cintura allí mismo, en nuestra sofocante cocina con su dulce olor a especias y luego ella también me abrazó. 

Mamá tomó un baño largo mientras yo ponía los portavasos. Papá cortó el pasto y se aseguró que todas las luces de afuera estuvieran encendidas. Mire hacia afuera por la puerta de al lado, y por detrás de papá vi el inmenso sol que colgaba en el horizonte plano, resbalando fugaz como un suspiro hasta que desapareció de mi vista.  Y eso fue todo. Jamás volvería ese momento, ese día, ese año. 

Llegaron al oscurecer, cada carro pasó por el puentecito de madera angosto, haciéndolo rechinar dos veces. 

“Estaciónense donde puedan…sí, allí está bien,” papá les decía desde el corredor, y luego entraban risueños detrás de él. Buddy Buhler, flaco como un alfiler, oliendo a Listerine, con su fedora ladeada y sus pantalones formales; nada de khakis. Lyle Marsh vestida de satin con lápiz labial en sus dientes y anillos y joyas de verdad, decía Mamá. Jack Roach, el ex futbolista, con su pelo todavía húmedo y Jane Luten, quien había perdido sus dos senos. “Una mastectomía” me susurró maná. Ella usaba un brasier con dos bolsitas rellenas, (un vez me dejo tocarselas), la tía Martha, quien no era tía de sangre, con su maquillaje esterlino del cual todos hablaban después, y Jake y Mary, quienes a pesar de tener más dinero que todos ellos, eran muy modestos. 

Todos muy fragantes, bien planchados y felices. Todos me decían que cómo había crecido, que que viva estaba, a pesar de que todo el tiempo los veía. Les serví Rompope, espolvoreándolo con nueces. Se encendieron las velas con olor a hojas de laurel y enebro. Al final, todos movimos nuestras sillas hacia atrás, dejamos nuestras servilletas sobre la mesa, relajamos los codos y sobando nuestras panzas, dijimos “bueno, quizá un pedacito más…”

A mi me dio sueño con todo el murmullo de las voces y me recosté en el hombro de Janie. Pero no me quedé dormida. No quería quedarme dormida porque todos los que yo conocía estaban ahí, felices, y yo estaba presente. Esta gente, a quien yo había visto en las carreras de perros durante años; hablando de sus ganancias, de sus grandes apuestas, de sus mejores carreras, de sus amigos que habían muerto, sus ex-parejas y de sus últimas borracheras. De todos ellos, mi mamá era la más bella y mi papá el más guapo; se amaban uno al otro locamente, a pesar de lo que se decía cuando nosotros no estábamos presentes. 

Desperté con todo el mundo aplaudiendo y cantando con la tele a todo volumen. Me había quedado dormida, pero alcancé a ver a todos dándose beso tras beso, unos a otros. Y luego Buddy Buhler me subió en sus zapatos y bailó conmigo, pasando entre todos los adultos cantando “Should Auld Acquaintance”. Me levantaban, me abrazaban, y pasaban riendo entre mis trenzas, todos con olor a whiskey, cigarrillos y perfumes con nombres peligrosos. Yo estaba en ese cuarto con todas las personas que me amaban, era Año Nuevo y esto era una prueba de que todo podría ser así de maravilloso, al menos por esa única vez.

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